No le creas a los gurús del Storytelling (ni a ningún otro)

Hubo un tiempo en el que me gané la vida contando historias. Me pagaron por escribir. No siempre lo que escribí me gustó en forma o fondo –aclaro: nunca me obligaron a escribir algo deshonesto– pero cada vez que pude conté historias. Las busqué, las armé. Y al final me pagaban. Poco, pero a tiempo. Esa fue mi década como periodista.
Yo soñaba con las crónicas. Ese es el nombre con que se conoce en general al periodismo narrativo o literario. El encuentro fue en la universidad, durante el 2005, mi segundo año. Las grandes crónicas para mí no eran las de los cronistas de la Conquista. Eran las de la primera época de Etiqueta Negra. Las de Gatopardo. Conseguía las revistas en el Centro de Lima, usadas, por supuesto. Me encantaba la libertad de la crónica frente a la rigidez de la pirámide invertida. Ese nuevo periodismo que no tiene nada de nuevo pero que para mí era una novedad. La posibilidad de contar y de sugerir y así revelar más. No quiero confundir: la crónica como algo más allá de lo estético, como algo ético. Fui descubriendo a Caparrós, Kapuscinski, Hersey, Capote; también a Guerriero, Anderson, a Guillermoprieto, y a Bedoya.
Me fui de El Comercio hace un par de años y más. Y, ahora que lo pienso, me siguen pagando por contar historias. Otras, de otra forma. Historias, al fin y al cabo.
Hay un principio. Un medio. Un final. La belleza y la simpleza: la belleza de la simpleza. Una historia es eso. Que sea un buen inicio, un buen medio y un buen final es otra cosa. Pero una narración consiste en ello: en contar. Y con esas tres partes ya estamos.
El storytelling es una jerga. Nueva, de moda, muy cool, y por eso destinada a una muerte pronta. ¿O ya murió y yo ni enterado? Todos parecen querer storytelling. La pregunta que se debe hacer es la siguiente: ¿qué es eso de lo que todos hablan o pontifican?
En el diseño, el design thinking, el marketing, los negocios, por donde uno ponga atención, las voces se multiplican en un coro cacofónico de cinco sílabas: es-to-ri-te-lin.
El Storytelling, como el nombre lo indica, es la acción de contar una historia. Es lo que siempre se ha llamado narrativa. Así que podemos ir aclarando el panorama y sacudiendo las confusiones propias de la jerga. Que los gurús no nos mareen. Habrá que subrayar: estamos hablando de narrativa.
Quien quiera narrar algo deberá pensar en narradores. Quiénes cuentan, qué cuentan y cómo lo hacen. Sobrepasar las tentaciones del virtuosismo. Y comprender que se cuenta para lograr algo, y que si ese algo es solo mostrar qué bonito, qué estético o que elaborado se percibe esto que cuento, pues bien, eso tiene otro nombre. Se trata de una práctica bastante más extendida y cuyo más célebre exponente fue conocido con el nombre de Onán.
Siempre he desconfiado de los gurús. Los gurús son por definición un fiasco. Hipnotizadores de oficio y embusteros de espíritu. Los que te ofrecen cinco simples pasos. Diez secretos. O peor: EL secreto. O sea, el atajo. Los trucos. Los abracadabras. Las trampitas, que es lo mismo. A ellos, azufre y fuego.
Si alguien se acerca a hablar de storytelling fíjate si se emociona por la jerga y no por el contenido. ¿Habla de narrativa y narradores? ¿O te ofrece una píldora mágica con extraordinarios resultados? ¿Hay método, oficio y sudor? ¿O hay promesas de inmediatez?
Si queremos narrar algo debemos, en primer lugar, dejar de oír a quienes hablan sobre narrar como si fuera algo novedoso, un boom. O apliquemos un criterio tan útil en el ecosistema del diseño: “show don’t tell”.
Fijémonos en los narradores. No quiero decir novelistas, que también. Quiero decir en quienes cuentan. Documentalistas, cronistas, poetas, cineastas, cuentistas, oradores. Busquemos el cómic o el video. Los stand up. El teatro y la música.
Una presentación en slides es igual de importante que un cuento. O una crónica audiovisual. Si no se le dedica tiempo, si no hay una preparación, mejor haríamos en irnos a silbar por ahí.
Narrar es un ejercicio viejo como la palabra. Hacerlo bien es otro tema. Para lograrlo hay que nutrirse. Dedicarle tiempo al oficio. Pensar mucho. Conversar. Tirar al tacho bastante. Saber –aprender– también cuándo parar de darse patadas en el piso.
Una línea de Kapuscinski: “para producir una página debimos haber leído 100”.
Y añado: no todo es leer. Hay videos por ver, gente con quien conversar, lugares por donde andar.
–¿Tú sabes si esa fue la última llamada que hizo?
–Sé que fue la última vez que hablaron.
–Entonces pon eso o averigua si fue la última que hizo.
El diálogo se produce al final de una tarde del 2009. La pregunta la hace Jaime Cordero, en ese momento para mí un desconocido editor central de El Comercio –hoy un querido amigo– respecto al inicio de un texto que escribí. Un policía había muerto en una emboscada narcoterrorista en el VRAEM. A mí me correspondía cubrir su velorio. Pensé que la última charla que tuvo con su esposa alejaba la historia del morbo de la muerte y la enmarcaba en lo que era: la pérdida de una vida enlazada a otras vidas que no volverían a ser las mismas. Quería hacer un texto en clave de crónica. Contar usando modos externos al periodismo ortodoxo. Esa era mi forma de convertir el fracaso abstracto de una lucha que no acaba (estado contra terroristas) en el derrumbamiento concreto de una serie de personas (una familia quebrada) por un balazo soltado en una jungla despreciada.
Jaime reparó en algo. Por estilo, por estética, no podía faltar rigor. No es cuestión de ser objetivo, es cuestión de ser honesto.
Esto es importante en el periodismo. Y en todo lo demás.
Ocurre con tanta sencillez: hay una persona convertida en entrevista convertida en post its convertidos en áreas de oportunidad convertidos en una presentación. En el diseño, al tratar de humanizar los insights, de enganchar a nuestra audiencia mientras sustentamos un hallazgo, podemos torcer historias. Modificarlas. Pensar que les damos más sustancia. U otra sustancia. Es simplísimo. Tan tentador. Tan inconsciente. Por lo mismo, no necesariamente mal intencionado.
Pero las peores corrupciones son las inconscientes, las que parten de creer que lo que se hace es normal. La naturalización.
Al contar algo es fundamental diferenciar entre la ficción y la no ficción. Y dejar los relativismos a un lado.
Seis libros para explorar el arte y oficio de contar:
HHhH, de Lauren Binet.
Una luna, Martín Caparrós.
Hiroshima, John Hersey.
Plano americano, Leila Guerriero.
Cosas del Cuerpo, José Watanabe.
Maus, Art Spiegelman.
“Está muy bien, pero no me acuerdo de nada”, me dijo Hernán luego que expuse por unos minutos frente a él. Hernán es la cabeza de La Victoria, el laboratorio de innovación de Intercorp. En media hora estaríamos frente a un directorio. Esa mañana yo me computé: esto lo hago sin problema, yo soy bueno contando cosas. Hablé, según yo muy bien, pero en realidad muy mal.
“Ahora cuéntamelo como si fueras a hablar con tu pata”, agregó. Su intención era que yo sea más directo. Que elimine cualquier aspaviento. Íbamos a hablar con CEOs. Una mesa llena de ellos. Un buen puñado de gente muy ocupada, con camisas muy parecidas, con sus celulares en la mano llenos de notificaciones y noticias. Teníamos pocos minutos para hablar.
¿Por qué cuentas algo? ¿A quién? ¿Cómo? El comentario de Hernán me recordó eso.
Como en tantas otras cosas, la vanidad es una pésima consejera.
Como en tantas otras cosas, el inicio es una pregunta.
Nota final:
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