El alfabeto, esa chaveta

Esto pasó ayer. Pero volverá a pasar hoy. Y como hoy, mañana. Serán otros nombres, otro canal, pero pasará. Una muchacha, llamada Pierina Caycho, canta un vals en castellano y quechua. Lo hace frente a la periodista Milagros Leyva, el ex futbolista/modelo convertido en comentarista político Paco Bazán y el estilista y jurado generalista Carlos Cacho. Al terminar Bazán saluda que Pierina haya mezclado dos idiomas al cantar. De pronto, Cacho decide corregirlo.
Carlos Cacho ha hecho una distinción entre idioma y lengua, al referirse al castellano y el quechua. Uno es idioma y otro lengua, dijo, porque uno, el primero, tiene alfabeto. Y no, no es una burrada. Tampoco es producto de su inconmensurable ignorancia, o no del todo.
Lo que hace Carlos Cacho no es un comentario, como él sostiene, es discriminación. El tono despectivo es manifiesto, pero dejémoslo de lado por ahora. Cacho utiliza el alfabeto como elemento segregador: sin alfabeto estás incompleto, eres primitivo, ilegítimo, inferior. Tal comentario forma parte de una vieja mirada de dominación que, sin embargo, es muy vigente. Si a Cacho le interesara saber estas cosas podría enterarse que Walter Ong alguna vez escribió que “la expresión oral es capaz de existir, casi siempre ha existido, sin ninguna escritura en lo absoluto; empero, nunca ha habido escritura sin oralidad”.
La lengua es usada muchas veces como un arma discriminadora. Es tan simple: usar una norma como justificación o telón para repetir las mismas estructuras de discriminación. Pensemos: ¿cuántas veces nos hemos reído de una pronunciación distinta? ¿Cuántas nos mofamos, con superioridad, de cierto dejo o acento? ¿En qué oportunidades usamos (o atestiguamos el uso de) la palabra analfabeto como insulto?
O pregunto: ¿qué tan cerca está la palabra analfabeto de la palabra cholo?
¿Ven?
Hay personas que usan el alfabeto fonético como una herramienta de comunicación. Otros usan ideogramas. Otros no y usan su oralidad. Algunos se sirven de Gifs y emojis. La diversidad produce evolución y revolución; la semejanza, uniformidad y sometimiento.
La infeliz participación de Cacho revela, además, un pensamiento profundamente conservador: como el quechua no tuvo alfabeto en algún momento se implica que no lo podrá tener, al menos de manera legítima; es decir, lo que una vez fue siempre será. Y, en consecuencia, se perpetúa su condición subordinada.
Pensar en las lenguas como rígidas, sin posibilidad de cambio, es resistirse al cambio de las sociedades y, por lo tanto, mantener sus defectos, sus desigualdades. Es también elitista. No solo supone ignorar que las lenguas mutan en el tiempo y que, por decir, el castellano del siglo XXI no es igual al del siglo XIII, como bien lo demuestra el Mío Cid. Ni al romance latín del que se nutre o el árabe. Supone querer mantener un estado de las cosas, sea como sea. Y supone que solo ciertas instituciones, con ciertos intereses, son las llamadas a controlar ese cambio: no el conjunto de las personas en la sociedad – es decir, sus usuarios – sino sus élites.
No resulta curioso que uno de los principales cuestionamientos a las plataformas de lucha del feminismo y de los colectivos LGTBQ+, que buscan inclusión y visibilización, es precisamente que cambien letras y en lugar de decir “amigos”, digan “amigues” o “amigxs” o “amig@s”. Ese no es el idioma, dicen, lo críticos con su imaginario sombrero de policía de la lengua. Esos mismos críticos, sin embargo, no parecen despeinarse cuando escriben googlear, linkear, cambian la “s” por la “z”, omiten tildes, añaden u olvidan una “h”, y otras cosas por el estilo. Porque lo que les incomoda no es el respeto de las reglas gramaticales ni la lexicografía, les incomoda el otro y el cambio.
El comentario de Cacho es parecido a la publicidad de Uga Uga del BBVA. Ambas manifestaciones se sostiene sobre un imaginario terrible: en el fondo quien no utilice nuestros códigos o tecnologías es un otro que debe ser domesticado y del que difícilmente podrá borrarse aquella seña de origen, aquel estigma de ser esencialmente inferior. Sea real o no ese uso distinto o la ausencia de ese uso, eso poco importa: eres otro y es tu diferencia el eje de tu deshumanización.
Lo que Cacho hace — a vista de sus compañeros, cuyo silencio convierte en cómplices — es discriminación pura, dura y generalizada. Y por eso es tan importante no decirle “ya, ya”. Ni hacerse el loco. Ni pasar por tonto lo que es fundamentalmente malo. Por eso se hace urgente combatirlo.
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