A imagen y semejanza

Fernando González-Olaechea
2 min readFeb 9, 2018

Una escena del diluvio (1866), Gustav Doré.

Un hombre no es todos los hombres. Habitantes del lugar común, pensamos que un hombre es solo un hombre y si es extraño, es insignificante. Un hombre también puede ser un no hombre: una abstracción tan remota que no es siquiera símbolo o eco. Pensémoslo: todos los muertos no son iguales. Los muertos propios, los hijos, los amigos, esos importan. Digo: los semejantes. Del otro lado, el resto: las no personas.

Esta semana, a las afueras de Damasco, en Siria, murieron más de doscientas personas por ataques a zonas civiles. El hecho ocupó espacios marginales, tal como las muertes de frío en Puno o de hambre en Níger. Si hubo lamentos, fueron débiles, como un canto de gaviota en una tempestad. El silencio se debe a la cotidianidad, pero no solamente.

Cada vez somos, en general, menos semejantes. Quiero decir: cada vez consideramos –elegimos considerar– menos semejantes a los otros y en ese momento estos se vuelven nuestro infierno, para usar la figura de Sartre. Y nosotros el suyo.

Cuando digo semejanza me refiero a una idea de semejanza que admita para lo diverso la misma dignidad que para uno. Pero en un sistema que fuerza y premia lo homogéneo — el que piensa, siente, dice y se ve como yo — la semejanza se reduce la superficie y no a la sustancia. Y se radicaliza.

Aún es posible recordar los atentados en Francia y Bélgica, cuyo luto fue compartido por estos valles. Los vimos como semejantes y aun así el pesar se diluyó rápidamente. Tan peligroso como ver a un hombre como un no hombre es que la muerte –la vida– de un hombre sea un hecho banal. Ni siquiera el aura de semejanza impide que nuestro luto sea un síntoma de la viralización. Cuando esto sucede, la muerte, el terror, la furia fanática vencen y nos tienen por cómplices.

Hace unos días se acusó en Lima de hacer apología al terrorismo precisamente a sus víctimas. Sus narraciones de la violencia en Ayacucho en las tablas de Sarhua fueron indignas para un grupo de personas que no los consideraron sus semejantes y para quienes, por lo tanto, su narrativa del dolor y abuso era ilegítima. El discurso era claro y doloroso: “la memoria es patrimonio mío y de los míos, cualquier otro relato es subversivo”.

Hasta que no comprendamos que la muerte ajena no es ajena, no seremos capaces de detener esta marea de fatalidad. Como el dolor en el verso de Vallejo, el terror se expande, crece a treinta minutos por segundo. La muerte de un hombre es la de todos los hombres. Eso, en Perú, deberíamos saberlo muy bien. Pero no: no lo sabemos.

[Una versión de este texto salió publicada en Perú21, en un espacio cedido a este servidor por Lucho Davelouis]

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Written by Fernando González-Olaechea

Periodista | Design Researcher | Reflexiones sobre cultura y comunicación. Mi mejor inversión: un libro usado de Borges a US$ 0.50. Me gusta mentir en las bios.

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